viernes, 9 de octubre de 2015

Flavo y glauco

Muchas son las veces que me he querido salir de este mundo tan confuso. Miro a mi alrededor y no puedo soportar la idea de ser la pieza perdida o rota del rompecabezas de la vida. No me entienden, ni yo les entiendo a ellos. Vivimos en dimensiones diferentes. A menudo me dicen que yo tengo mi propio mundo. Lo que tengo es una imagen utópica de un vago recuerdo imaginario que perdura en mi mente con el pasar de los años, pero que ni siquiera tengo la certeza de que exista. No tengo constancia de que sea dueña de mi propio planeta. Tal vez me volví amnésica cuando pisé por primera vez este lugar.
Si pudiera elegir, mi esfera particular se asemejaría a una especie de luna con luces tenues y suaves sonidos. Despertar allí todas las mañanas sería placentero.
No, no tengo mi mundo. Sueño despierta. Sueño con aquello que me gustaría hacer o decir, con aquello que me encantaría que sucediera o que hicieran por mí. Me alimento a base de imaginación porque la realidad no es más que un bloqueo para las personas como yo. Es como pararse frente a un muro y pretender seguir caminando: si te empeñas, chocas y te hieres. Soy una daltónica de mi propio muro: a veces pienso que es de color azul; otras veces pienso que es blanco, tal vez verde si se pintó en su día con mi color favorito. Pero es de un material muy resistente. Si tratas de quebrarlo, muchas brechas habrás de abrir primero. Y, frente a ese muro que torna mi mundo flavo, cierro los ojos y respiro hondo. Al otro lado hay una vida espectacular, la de todos los perfectamente adaptados. Oigo mi corazón palpitar aceleradamente, siento el punzón de la congoja mermando mi garganta. Los gritos y risas detrás del muro se acentúan cada vez más. El agua de mi cuerpo se me escapa por mis ojos. Sopla un viento fuerte que me hace perder el equilibrio y me tumba. Me protejo de él escondiendo la cabeza entre mis brazos y mis piernas. Me muevo hacia adelante y hacia atrás para redirigir el viento, que no me afecte y que se marche cuanto antes. El susto es tan grande, que cuando el aire cesa, me queda una sensación de vacío en mi interior, como si en un segundo hubiera muerto y resucitado a la vez, como si el viento hubiera entrado en mí y sólo habitara él en mi interior. Entonces mi cabeza se abruma y mi incapacidad para abrir completamente los ojos se hace patente. Pierdo de vista el horizonte, olvido el rumbo marcado. Mi incoloro mundo que por un momento se tornó flavo, se transforma en glauco y me absorbe. Dentro del glauco es como vivir en una caja de madera: debes hacer un esfuerzo por salir, aunque no es tan difícil como a priori parece. Mi yo debilitado es incapaz de hacerlo, pero a veces la suerte me sonríe y una mano la destapa o rompe una tabla para que mis puños hagan el resto. Es entonces cuando los rayos de luz emanan y, ante su presencia, mi glauco corazón se fusiona con el flavo del entorno y juntos forman una tonalidad verde, la tonalidad de la esperanza.