martes, 29 de diciembre de 2015

Cicatrices espirituales

Cuán difícil es saber cuándo rendirte. La vida te manda señales, te dice que debes cerrar esa puerta y ocuparte de una ventana que está pendiente de que la abras. Pero no, no la cierras. Te paras frente a ella, mirando fijamente hacia el horizonte con los pensamientos bailando con las dudas, perdiéndose entre la incertidumbre y el desconcierto. Buscas razones que te ayuden a discernir si debes persistir o rendirte, si debes cerrar esa puerta o dejarla abierta. El dilema te corroe las entrañas, se adueña de tu subconsciente y te persigue entre sueños condenándote a la larga y amarga espera de aquellos que, tomada una decisión, se vuelven víctimas de la opinión contraria. Y es que si el corazón y la cabeza se pusieran de acuerdo, qué fácil sería todo. Pero no conformes con esta disputa entre dos, hay una tercera intrusa: el alma. Ahora el combate es entre tres. Cada vez se complica más, cada vez frente a la pared blanca el interrogante se vislumbra más grande y profundo. Así es como se crean las cicatrices espirituales, esas que se alimentan de tu ilusión e inocencia pueril y te acorazan la existencia. Esas contra las que luchas a diario porque te resistes a aceptar la realidad que se te presenta ante tus ojos. Tú sabes que tienes el poder de transformar tu verdad pero, ¿serás capaz de convencer a los demás para que se acerquen a ella y modifiquen la suya propia? Eso es lo difícil. Y es más complejo aún si desconoces hasta qué punto tienes derecho a intentarlo. Qué agrio pesar el que te hace sucumbir a la oscuridad y te transforma la esencia. Qué lástima por esas virtudes adormecidas que se niegan a sacarte a flote porque la imaginación tiene aún mucho más poder cuando no está del lado de la luz. Subyugadas, ceden a su petición de hacer que el corazón hable a través de tus ojos. Qué triste y doloroso es estar en un limbo social. Pero, sobre todo, qué desconcertante que, pese a ese sufrimiento, te guste regocijarte entre la niebla. Parado frente al umbral de la puerta transcurre tu vida, a veces con padecimiento y a veces con una cruel imaginación extrañamente celebrada con júbilo. Es la postura cómoda, el stand by, el dubitativo camino que sentado espera a que llegue un caminante y le coloque un letrero que le indique cuál de sus bifurcaciones es la mejor para él. En este momento, ese camino señala una puerta. ¿La cerrarás o la dejarás abierta?

miércoles, 23 de diciembre de 2015

El corazón de Laymann

Hace algunos milenios atrás, existía un recóndito pueblo sombrío. Sólo conocía la noche, pues la luz del sol nunca llegaba a alcanzarle. Los habitantes de aquel lugar, pese a todo, tenían un carácter alegre, aunque en su interior anhelaban con gran fuerza tener un día de luz que guardar en el recuerdo.

Un día, un muchacho de corazón noble corría por las calles de dicho pueblo. Tenía prisa, pues le esperaba su primer amor a los pies de la ladera que estaba junto al río del pueblo. La encontró sentada en una roca, mirándolo con una sonrisa en la cara. Frente a ella, el chico se vio envuelto por un halo de felicidad. Se sentó a su lado para celebrar el cumpleaños de ambos, pues el destino había querido que se cruzaran dos personas nacidas el mismo día del mismo mes y el mismo año. Con un lápiz y papel de colores, dibujaron unas formas circulares. Apenas se podía deducir de qué se trataba, hasta que cortaron los contornos con unas tijeras y acabaron descubriéndolo: se habían hecho un collar el uno al otro.

Con gran alegría, empezaron a bailar con sus pies descalzos sobre la hierba. Daban vueltas y vueltas, reían sin parar. De repente, algo llamó la atención de aquel imberbe muchacho: una rosa había brotado de las aguas del río que tenían frente a sus ojos. Miró a su amor y, tras besarla con gran pasión, se dirigió hacia el río, decidido a conseguirle esa rosa tan bella y tan diferente a todas las demás rosas. Pero entonces, sucedió algo que cambiaría su destino para siempre: cuando fue a agarrar la rosa, el chico cayó al agua. Al salir del río, la muchacha lo miró con una gran expresión de asombro inamovible y el cuerpo inerte.

- Mi amor, ¿por qué te veo tan grande? – preguntó el zagal.
- Porque… porque… - incapaz de encontrar palabras que pudieran dar respuesta a su amor.
- ¿¡Por qué!? ¡Vamos, dímelo! – ansioso por saber.
- Eres… eres… ¡Eres un niño!

Extrañado, observó su cuerpo tanto como pudo hasta que descubrió que su novia tenía razón: ¡se había convertido en un niño! El pánico se apoderó de él, no sabía qué hacer. Incluso, volvió a tirarse al agua para ver si así su aspecto regresaba a la normalidad. Pero cualquier esfuerzo que pudiera realizar era siempre en vano.

- No queda otra – dijo ella.
- ¿A qué te refieres? – contestó.
- Tienes que salir de viaje.
- ¿¡Qué!? ¿De viaje? ¿Yo? – asombrado.
- Sí. Escúchame bien. Había una leyenda sobre este río, pero jamás pensé que fuera cierta.
- ¿¡De qué leyenda estás hablando!?
- La leyenda dice que el río está encantado y que aquel que cae en él, se transforma. Cada persona de la historia se convierte en algo diferente y todas tienen un motivo aparentemente distinto, aunque están unidas de algún modo por algo que se supone que tienen en común. Pero nadie sabe dónde está la conexión entre una persona y otra.
- ¿Y cómo volvieron a la normalidad?
- ¿Recuerdas el Bosque de las Cien Hadas?
- ¿El que está a las afueras del pueblo?
- Ése. Pues allí vive el Duende Gus. Tienes que ir al bosque, encontrarlo y pedirle que te lleve a una cueva. Se trata de la Tumba del Rey Sin Nombre. La leyenda dice que hay un antídoto capaz de curar este hechizo si deseas de corazón que así sea.
- Un momento, un momento. ¿Me estás diciendo que existen los duendes y las hadas? ¿Y que viven en el bosque de aquí al lado y custodian una cueva donde hay una tumba y esperan que aparezca alguien para darle un antídoto que cura un hechizo?
- Sí.
- No puede ser que me estés hablando en serio.
- ¡No hay tiempo para incredulidades! ¡Aprisa, tienes que irte!

Confundido, el niño corrió unos pasos, pero la duda lo detuvo por unos instantes en los que miró hacia atrás para observar detenidamente a su amor.

- ¡Date prisa y ve! ¡No mires atrás! ¡Te voy a estar esperando!

Y se quedó sentada en una roca, mirándolo con ternura, haciendo su promesa de amor eterno en forma de espera.

El chiquillo corrió desesperadamente, como si estuviera huyendo de algún ente peligroso que lo estuviera persiguiendo. Cuando quiso darse cuenta, ya estaba justo a la entrada del bosque. Estaba a punto de dar el paso que le permitiría estar en el interior de aquel entramado de árboles y arbustos, pero algo lo frenó. Unas risas se empezaron a escuchar por todas partes. El niño miraba a un lado y a otro tratando de encontrar la fuente de tanto júbilo. Ligeramente acongojado, decidió preguntar:

- ¿¡Quién anda ahí!?

Pero las risas no hacían más que crecer y crecer, hasta que, por fin, el pequeño pudo descubrir de dónde venían:

- ¡Sois las Cien Hadas! – exclamó anonadado.
- ¡Sí, somos nosotras! – Dijeron todas a la vez - ¿Has venido a jugar? Nos estábamos aburriendo, hace demasiado tiempo que no viene a vernos nadie.
- ¡Au! – se aquejó mientras se tapaba los oídos, después de tan estruendosas palabras. - ¿Podéis hacerme el favor de no hablar todas a la vez? Mis oídos os lo agradecerán. Total, para decir lo mismo… con una ya tengo bastante.
- ¡Uh, uh! ¡Qué oído más fino tienes! – se burló una de ellas.
- Apuesto a que no puedes aguantar ni un susurro. – le provocó otra.
- Contigo no se podrá jugar a casi nada… si lo escuchas todo no tiene gracia. – se lamentó una tercera.
- Oh, dejadlo ya. Tampoco es para tanto. Es sólo que cien hadas con voz de pito diciendo la misma frase al unísono es una situación un poco… irritante.
- ¡Ah, bueno! – Dijo la primera – Si se trataba de eso, podrías haberlo dicho antes. Nunca te pediré que nos cuentes una historia: te explicas fatal.
- En realidad, yo no he venido aquí a jugar, ni a explicar ningún cuento.
- ¿Ah, no? – Dijo la segunda - ¿Entonces para qué? Vaya pérdida de tiempo no venir para complacernos a nosotras. ¿De verdad que no sientes un vacío en tu vida? Para eso no vengas al bosque. No tiene sentido si no es para agasajarnos y usar tus habilidades en favor de nuestro divertimento. – el niño la miró como si con la mirada le estuviera diciendo que estaba medio loca. - ¿¡Qué!? ¿Qué pasa? ¡No me mires así, ¿vale?!
- Pero es que yo no he venido para nada de eso…
- A ver, niño aburrido… ¿y para qué has venido? – preguntó la tercera.
- En realidad no soy un niño, soy un adolescente. He caído dentro del río del pueblo y me he convertido en lo que veis. Por eso estoy buscando al Duende Gus. Me han dicho que él puede ayudarme. ¿Sabéis dónde puedo encontrarlo?

Todas las hadas se miraron al mismo tiempo las unas a las otras.

- ¿Lo sabemos? – preguntaron todas a la vez. - ¡Lo sabemos! – contestaron del mismo modo, provocando que el chiquillo se tapara de nuevo los oídos.

Se ofrecieron a ayudarle las tres que se habían dirigido a él una a una. Las otras volaron por todo el bosque, avisando al Duende Gus que las tres hadas y el niño iban de camino mediante un sonido mental, para que los oídos del pequeño no se vieran afectados.

Continuaron caminando por un rato más. De repente, se encontraron frente a un sendero estrecho, lleno de árboles rectilíneos a ambos lados. Las hadas frenaron mientras señalaban hacia el horizonte. Un ser de ridícula estatura, orejas puntiagudas y piel verdecida se presentó ante ellos.

- ¿Eres tú el humano que me buscaba? – preguntó con una voz muy fina y envejecida.
- Sí. ¿Es usted el Duende Gus?
- El mismo. ¿Qué se te ofrece?
- Verá, necesitaría que me llevara a la Tumba del Rey Sin Nombre.
- ¿Y para qué quieres ir allí?
- He sido hechizado por las aguas del río y me he convertido en niño. Quisiera recuperar mi forma habitual.
- Ah, entiendo…
- ¿Me va a ayudar?
- ¡Por supuesto! El Duende Gus ayuda a todo el mundo que lo necesite.
- ¿¡En serio!? ¡Muchísimas gracias! – exclamó con harta alegría.
- Sígueme.

El recorrido que tuvieron que andar fue largo, exhaustivo y, sobre todo, paisajísticamente monótono. El niño empezaba a creer que esa cueva no existía y que jamás podría regresar a ninguna parte. Pero se equivocaba. El Duende Gus paró en seco, haciendo chocar al chiquillo contra su espalda por quedarse quieto contemplando la entrada a la cueva.

- La tumba está ahí dentro. – Señalándola – Vamos. – mimetizándolo con un gesto.

Se adentraron en la cueva. Se trataba de un espacio pequeño y cerrado, sin pasadizo de continuación que llevara hacia otros lugares. En el medio se alzaba un altar de piedra y, justo encima, también de piedra, se hallaba la Tumba del Rey Sin Nombre. El chiquilín no daba crédito a lo que estaba viendo: se había imaginado un lugar inmenso, pero aun así, estaba tan asombrado que hacía rato que había enmudecido. Las palabras del Duende Gus lo hicieron reaccionar.

- El destino de todas las personas hechizadas es diferente, así como también lo es su transformación. Por eso, debes dejar que la tumba ahonde en tu corazón. Es la única manera de saber tu destino.
- ¿Y qué tengo que hacer?
- Tienes que poner tu mano sobre la tumba y ella hablará por tu corazón.

El joven que se había convertido en niño, obedeció. Una fuerte luz que provenía de la tumba, lo cegó por unos segundos y después desapareció.

- Ah, entiendo... – dijo el Duende Gus.
- ¿Qué es lo que entiendes?
- Tu deseo es muy fuerte y ambicioso, muchacho.
- ¿Qué? Pero yo sólo deseo volver a ser el que era antes para poder volver con mi amada.
- No hablo de ese deseo. Hablo del anhelo que guardas en lo más profundo de tu corazón.
- ¿Cómo dices?
- Tienes un corazón muy noble, muchacho. Eres tú a quien este bosque lleva toda la vida esperando.
- Para, para. No te entiendo.
- Deja que te ponga la mano en el corazón.

El chico, aunque muy confundido, hizo caso del duende y éste colocó la mano en su pecho. De repente, una luz azul salió del pecho de aquel niño. Su cuerpo cayó al suelo, pero él todavía se sentía en pie: su espíritu se había separado de él. Cuando miró al Duende Gus, lo vio con un corazón de grandes dimensiones y una luz muy potente que parecía muy liviano.

- ¿Lo entiendes ahora? Tu deseo más profundo es que todo tu pueblo sea feliz. Tu pueblo quiere días con luz.
- ¿El pueblo podrá tener luz?
- ¡Tu corazón los iluminará por toda la eternidad!
- Espera. ¿Y qué pasa conmigo?
- ¿No lo comprendes? ¡Ése es el antídoto que estabas buscando!
- No, pero yo…
- ¡Tú eres el Rey Sin Nombre!
- ¿Cómo dices?
- ¡Claro! Todos en el bosque te hemos estado esperando. Tu destino es cuidar el bosque y el pueblo desde el cielo.
- ¿Y mi amada?
- No puedes regresar. Tienes que hacerle frente a tu destino, muchacho.
- ¡Pero yo sólo quiero estar con mi amor!
- El primer amor nunca se olvida, pero siempre podrás cuidarla desde el cielo.
- Pero… - comenzó a elevarse.
- ¡No hay tiempo! Tienes que darte prisa y escribir tu nombre en el corazón.
- ¿Escribir mi nombre? ¿Para qué?
- Si no lo haces, te irás al cielo de todos modos, pero no podrás ser el Rey Sin Nombre: te quedarás atrapado para siempre en una burbuja de oscuridad.

Asustado, el chico escribió su nombre en un costado del corazón. Así, su alma se fue al cielo. Apesadumbrado por todo lo sucedido, tal vez arrepentido por haber ido a ese bosque, decidió escribirle a su amada. No se encontraba anímicamente bien, pero en el fondo sabía que con el tiempo lo superaría, por lo que no quiso demorar más ese momento, pues en su pueblo había una persona sentada en una roca esperando su regreso, sufriendo con el pasar de las horas. Le escribió una carta y la metió dentro de un biberón: sabía que lo entendería perfectamente. El biberón lo portaron por el cielo dos unicornios: Cris y Miriam. La sorpresa para la amada del Rey Sin Nombre no era sólo la carta y esos dos unicornios mágicos que la cuidarían y le darían el amor que le faltase, sino que traía siete regalos más. Una vez pusieron los pies sobre la tierra, la muchacha abrió el biberón, sacó la carta y leyó:

“Mi amada, querida.

Te aseguro que nada me genera más pesar que la imposibilidad de volver a verte y tenerte entre mis brazos. ¿Recuerdas la leyenda del bosque, el duende, la tumba…? Es todo real. Yo soy, en realidad, el Rey Sin Nombre. Ahora mi deber es cuidar de todos vosotros. Mi destino está en el cielo y no puedo regresar. Es por eso que, como prueba de todo mi amor por ti y para que sepas que jamás te voy a olvidar y que te voy a cuidar por toda la eternidad, te hago entrega de esta carta, los dos unicornios que la custodiaban y los siete ángeles que les vienen detrás. Los unicornios se llaman Cris y Miriam. Los nombres de los ángeles son: Laura, Ana, Yaiza, María, Ainhoa, Natalia y Nerea. Ellas te cuidarán por mí y me ayudarán a saber cómo estás cada día. Tú, cada vez que mires al cielo, podrás ver el corazón que ilumina el pueblo. Es mi corazón. Si te sientes sola, háblame. Te estaré escuchando aunque no puedas oír mi respuesta.

Te quiero con locura,


Laymann”.




Dedicado a la persona que hice de amiga invisible en 2015. Es un relato creado a partir de palabras de todos los ángeles y los dos unicornios.