Cuán difícil es saber cuándo rendirte. La vida te manda
señales, te dice que debes cerrar esa puerta y ocuparte de una ventana que está
pendiente de que la abras. Pero no, no la cierras. Te paras frente a ella,
mirando fijamente hacia el horizonte con los pensamientos bailando con las
dudas, perdiéndose entre la incertidumbre y el desconcierto. Buscas razones que
te ayuden a discernir si debes persistir o rendirte, si debes cerrar esa puerta
o dejarla abierta. El dilema te corroe las entrañas, se adueña de tu subconsciente
y te persigue entre sueños condenándote a la larga y amarga espera de aquellos
que, tomada una decisión, se vuelven víctimas de la opinión contraria. Y es que
si el corazón y la cabeza se pusieran de acuerdo, qué fácil sería todo. Pero no
conformes con esta disputa entre dos, hay una tercera intrusa: el alma. Ahora
el combate es entre tres. Cada vez se complica más, cada vez frente a la pared
blanca el interrogante se vislumbra más grande y profundo. Así es como se crean
las cicatrices espirituales, esas que se alimentan de tu ilusión e inocencia
pueril y te acorazan la existencia. Esas contra las que luchas a diario porque
te resistes a aceptar la realidad que se te presenta ante tus ojos. Tú sabes
que tienes el poder de transformar tu verdad pero, ¿serás capaz de convencer a
los demás para que se acerquen a ella y modifiquen la suya propia? Eso es lo
difícil. Y es más complejo aún si desconoces hasta qué punto tienes derecho a
intentarlo. Qué agrio pesar el que te hace sucumbir a la oscuridad y te
transforma la esencia. Qué lástima por esas virtudes adormecidas que se niegan
a sacarte a flote porque la imaginación tiene aún mucho más poder cuando no
está del lado de la luz. Subyugadas, ceden a su petición de hacer que el
corazón hable a través de tus ojos. Qué triste y doloroso es estar en un limbo
social. Pero, sobre todo, qué desconcertante que, pese a ese sufrimiento, te
guste regocijarte entre la niebla. Parado frente al umbral de la puerta
transcurre tu vida, a veces con padecimiento y a veces con una cruel
imaginación extrañamente celebrada con júbilo. Es la postura cómoda, el stand by, el dubitativo camino que
sentado espera a que llegue un caminante y le coloque un letrero que le indique
cuál de sus bifurcaciones es la mejor para él. En este momento, ese camino
señala una puerta. ¿La cerrarás o la dejarás abierta?
Un rincón de pensamiento cíclico habitado por neuronas noctámbulas y atardeceres creativos. Una búsqueda intrínseca del yo. Un baile de palabras escritas. Un lugar donde habita todo mi mundo imaginario. Un relatoblog.
martes, 29 de diciembre de 2015
miércoles, 23 de diciembre de 2015
El corazón de Laymann
Hace
algunos milenios atrás, existía un recóndito pueblo sombrío. Sólo conocía la
noche, pues la luz del sol nunca llegaba a alcanzarle. Los habitantes de aquel
lugar, pese a todo, tenían un carácter alegre, aunque en su interior anhelaban
con gran fuerza tener un día de luz que guardar en el recuerdo.
Un
día, un muchacho de corazón noble corría por las calles de dicho pueblo. Tenía
prisa, pues le esperaba su primer amor a los pies de la ladera que estaba junto
al río del pueblo. La encontró sentada en una roca, mirándolo con una sonrisa
en la cara. Frente a ella, el chico se vio envuelto por un halo de felicidad.
Se sentó a su lado para celebrar el cumpleaños de ambos, pues el destino había
querido que se cruzaran dos personas nacidas el mismo día del mismo mes y el
mismo año. Con un lápiz y papel de colores, dibujaron unas formas circulares.
Apenas se podía deducir de qué se trataba, hasta que cortaron los contornos con
unas tijeras y acabaron descubriéndolo: se habían hecho un collar el uno al
otro.
Con
gran alegría, empezaron a bailar con sus pies descalzos sobre la hierba. Daban
vueltas y vueltas, reían sin parar. De repente, algo llamó la atención de aquel
imberbe muchacho: una rosa había brotado de las aguas del río que tenían frente
a sus ojos. Miró a su amor y, tras besarla con gran pasión, se dirigió hacia el
río, decidido a conseguirle esa rosa tan bella y tan diferente a todas las
demás rosas. Pero entonces, sucedió algo que cambiaría su destino para siempre:
cuando fue a agarrar la rosa, el chico cayó al agua. Al salir del río, la
muchacha lo miró con una gran expresión de asombro inamovible y el cuerpo
inerte.
-
Mi amor, ¿por qué te veo tan grande? – preguntó el zagal.
-
Porque… porque… - incapaz de encontrar palabras que pudieran dar respuesta a su
amor.
-
¿¡Por qué!? ¡Vamos, dímelo! – ansioso por saber.
-
Eres… eres… ¡Eres un niño!
Extrañado,
observó su cuerpo tanto como pudo hasta que descubrió que su novia tenía razón:
¡se había convertido en un niño! El pánico se apoderó de él, no sabía qué
hacer. Incluso, volvió a tirarse al agua para ver si así su aspecto regresaba a
la normalidad. Pero cualquier esfuerzo que pudiera realizar era siempre en
vano.
-
No queda otra – dijo ella.
-
¿A qué te refieres? – contestó.
-
Tienes que salir de viaje.
-
¿¡Qué!? ¿De viaje? ¿Yo? – asombrado.
-
Sí. Escúchame bien. Había una leyenda sobre este río, pero jamás pensé que
fuera cierta.
-
¿¡De qué leyenda estás hablando!?
-
La leyenda dice que el río está encantado y que aquel que cae en él, se
transforma. Cada persona de la historia se convierte en algo diferente y todas
tienen un motivo aparentemente distinto, aunque están unidas de algún modo por
algo que se supone que tienen en común. Pero nadie sabe dónde está la conexión
entre una persona y otra.
-
¿Y cómo volvieron a la normalidad?
-
¿Recuerdas el Bosque de las Cien Hadas?
-
¿El que está a las afueras del pueblo?
-
Ése. Pues allí vive el Duende Gus. Tienes que ir al bosque, encontrarlo y
pedirle que te lleve a una cueva. Se trata de la Tumba del Rey Sin Nombre. La
leyenda dice que hay un antídoto capaz de curar este hechizo si deseas de
corazón que así sea.
-
Un momento, un momento. ¿Me estás diciendo que existen los duendes y las hadas?
¿Y que viven en el bosque de aquí al lado y custodian una cueva donde hay una
tumba y esperan que aparezca alguien para darle un antídoto que cura un
hechizo?
-
Sí.
-
No puede ser que me estés hablando en serio.
-
¡No hay tiempo para incredulidades! ¡Aprisa, tienes que irte!
Confundido,
el niño corrió unos pasos, pero la duda lo detuvo por unos instantes en los que
miró hacia atrás para observar detenidamente a su amor.
-
¡Date prisa y ve! ¡No mires atrás! ¡Te voy a estar esperando!
Y
se quedó sentada en una roca, mirándolo con ternura, haciendo su promesa de
amor eterno en forma de espera.
El
chiquillo corrió desesperadamente, como si estuviera huyendo de algún ente
peligroso que lo estuviera persiguiendo. Cuando quiso darse cuenta, ya estaba
justo a la entrada del bosque. Estaba a punto de dar el paso que le permitiría
estar en el interior de aquel entramado de árboles y arbustos, pero algo lo
frenó. Unas risas se empezaron a escuchar por todas partes. El niño miraba a un
lado y a otro tratando de encontrar la fuente de tanto júbilo. Ligeramente acongojado,
decidió preguntar:
-
¿¡Quién anda ahí!?
Pero
las risas no hacían más que crecer y crecer, hasta que, por fin, el pequeño
pudo descubrir de dónde venían:
-
¡Sois las Cien Hadas! – exclamó anonadado.
-
¡Sí, somos nosotras! – Dijeron todas a la vez - ¿Has venido a jugar? Nos
estábamos aburriendo, hace demasiado tiempo que no viene a vernos nadie.
-
¡Au! – se aquejó mientras se tapaba los oídos, después de tan estruendosas
palabras. - ¿Podéis hacerme el favor de no hablar todas a la vez? Mis oídos os
lo agradecerán. Total, para decir lo mismo… con una ya tengo bastante.
-
¡Uh, uh! ¡Qué oído más fino tienes! – se burló una de ellas.
-
Apuesto a que no puedes aguantar ni un susurro. – le provocó otra.
-
Contigo no se podrá jugar a casi nada… si lo escuchas todo no tiene gracia. –
se lamentó una tercera.
-
Oh, dejadlo ya. Tampoco es para tanto. Es sólo que cien hadas con voz de pito
diciendo la misma frase al unísono es una situación un poco… irritante.
-
¡Ah, bueno! – Dijo la primera – Si se trataba de eso, podrías haberlo dicho
antes. Nunca te pediré que nos cuentes una historia: te explicas fatal.
-
En realidad, yo no he venido aquí a jugar, ni a explicar ningún cuento.
-
¿Ah, no? – Dijo la segunda - ¿Entonces para qué? Vaya pérdida de tiempo no
venir para complacernos a nosotras. ¿De verdad que no sientes un vacío en tu
vida? Para eso no vengas al bosque. No tiene sentido si no es para agasajarnos
y usar tus habilidades en favor de nuestro divertimento. – el niño la miró como
si con la mirada le estuviera diciendo que estaba medio loca. - ¿¡Qué!? ¿Qué
pasa? ¡No me mires así, ¿vale?!
-
Pero es que yo no he venido para nada de eso…
-
A ver, niño aburrido… ¿y para qué has venido? – preguntó la tercera.
-
En realidad no soy un niño, soy un adolescente. He caído dentro del río del
pueblo y me he convertido en lo que veis. Por eso estoy buscando al Duende Gus.
Me han dicho que él puede ayudarme. ¿Sabéis dónde puedo encontrarlo?
Todas
las hadas se miraron al mismo tiempo las unas a las otras.
-
¿Lo sabemos? – preguntaron todas a la vez. - ¡Lo sabemos! – contestaron del
mismo modo, provocando que el chiquillo se tapara de nuevo los oídos.
Se
ofrecieron a ayudarle las tres que se habían dirigido a él una a una. Las otras
volaron por todo el bosque, avisando al Duende Gus que las tres hadas y el niño
iban de camino mediante un sonido mental, para que los oídos del pequeño no se
vieran afectados.
Continuaron
caminando por un rato más. De repente, se encontraron frente a un sendero
estrecho, lleno de árboles rectilíneos a ambos lados. Las hadas frenaron
mientras señalaban hacia el horizonte. Un ser de ridícula estatura, orejas
puntiagudas y piel verdecida se presentó ante ellos.
-
¿Eres tú el humano que me buscaba? – preguntó con una voz muy fina y
envejecida.
-
Sí. ¿Es usted el Duende Gus?
-
El mismo. ¿Qué se te ofrece?
-
Verá, necesitaría que me llevara a la Tumba del Rey Sin Nombre.
-
¿Y para qué quieres ir allí?
-
He sido hechizado por las aguas del río y me he convertido en niño. Quisiera
recuperar mi forma habitual.
-
Ah, entiendo…
-
¿Me va a ayudar?
-
¡Por supuesto! El Duende Gus ayuda a todo el mundo que lo necesite.
-
¿¡En serio!? ¡Muchísimas gracias! – exclamó con harta alegría.
-
Sígueme.
El
recorrido que tuvieron que andar fue largo, exhaustivo y, sobre todo, paisajísticamente
monótono. El niño empezaba a creer que esa cueva no existía y que jamás podría
regresar a ninguna parte. Pero se equivocaba. El Duende Gus paró en seco,
haciendo chocar al chiquillo contra su espalda por quedarse quieto contemplando
la entrada a la cueva.
-
La tumba está ahí dentro. – Señalándola – Vamos. – mimetizándolo con un gesto.
Se
adentraron en la cueva. Se trataba de un espacio pequeño y cerrado, sin
pasadizo de continuación que llevara hacia otros lugares. En el medio se alzaba
un altar de piedra y, justo encima, también de piedra, se hallaba la Tumba del
Rey Sin Nombre. El chiquilín no daba crédito a lo que estaba viendo: se había
imaginado un lugar inmenso, pero aun así, estaba tan asombrado que hacía rato
que había enmudecido. Las palabras del Duende Gus lo hicieron reaccionar.
-
El destino de todas las personas hechizadas es diferente, así como también lo
es su transformación. Por eso, debes dejar que la tumba ahonde en tu corazón.
Es la única manera de saber tu destino.
-
¿Y qué tengo que hacer?
-
Tienes que poner tu mano sobre la tumba y ella hablará por tu corazón.
El
joven que se había convertido en niño, obedeció. Una fuerte luz que provenía de
la tumba, lo cegó por unos segundos y después desapareció.
-
Ah, entiendo... – dijo el Duende Gus.
-
¿Qué es lo que entiendes?
-
Tu deseo es muy fuerte y ambicioso, muchacho.
-
¿Qué? Pero yo sólo deseo volver a ser el que era antes para poder volver con mi
amada.
-
No hablo de ese deseo. Hablo del anhelo que guardas en lo más profundo de tu
corazón.
-
¿Cómo dices?
-
Tienes un corazón muy noble, muchacho. Eres tú a quien este bosque lleva toda
la vida esperando.
-
Para, para. No te entiendo.
-
Deja que te ponga la mano en el corazón.
El
chico, aunque muy confundido, hizo caso del duende y éste colocó la mano en su
pecho. De repente, una luz azul salió del pecho de aquel niño. Su cuerpo cayó
al suelo, pero él todavía se sentía en pie: su espíritu se había separado de
él. Cuando miró al Duende Gus, lo vio con un corazón de grandes dimensiones y
una luz muy potente que parecía muy liviano.
-
¿Lo entiendes ahora? Tu deseo más profundo es que todo tu pueblo sea feliz. Tu
pueblo quiere días con luz.
-
¿El pueblo podrá tener luz?
-
¡Tu corazón los iluminará por toda la eternidad!
-
Espera. ¿Y qué pasa conmigo?
-
¿No lo comprendes? ¡Ése es el antídoto que estabas buscando!
-
No, pero yo…
-
¡Tú eres el Rey Sin Nombre!
-
¿Cómo dices?
-
¡Claro! Todos en el bosque te hemos estado esperando. Tu destino es cuidar el
bosque y el pueblo desde el cielo.
-
¿Y mi amada?
-
No puedes regresar. Tienes que hacerle frente a tu destino, muchacho.
-
¡Pero yo sólo quiero estar con mi amor!
-
El primer amor nunca se olvida, pero siempre podrás cuidarla desde el cielo.
-
Pero… - comenzó a elevarse.
-
¡No hay tiempo! Tienes que darte prisa y escribir tu nombre en el corazón.
-
¿Escribir mi nombre? ¿Para qué?
-
Si no lo haces, te irás al cielo de todos modos, pero no podrás ser el Rey Sin
Nombre: te quedarás atrapado para siempre en una burbuja de oscuridad.
Asustado,
el chico escribió su nombre en un costado del corazón. Así, su alma se fue al
cielo. Apesadumbrado por todo lo sucedido, tal vez arrepentido por haber ido a
ese bosque, decidió escribirle a su amada. No se encontraba anímicamente bien,
pero en el fondo sabía que con el tiempo lo superaría, por lo que no quiso
demorar más ese momento, pues en su pueblo había una persona sentada en una
roca esperando su regreso, sufriendo con el pasar de las horas. Le escribió una
carta y la metió dentro de un biberón: sabía que lo entendería perfectamente. El
biberón lo portaron por el cielo dos unicornios: Cris y Miriam. La sorpresa
para la amada del Rey Sin Nombre no era sólo la carta y esos dos unicornios
mágicos que la cuidarían y le darían el amor que le faltase, sino que traía
siete regalos más. Una vez pusieron los pies sobre la tierra, la muchacha abrió
el biberón, sacó la carta y leyó:
“Mi
amada, querida.
Te
aseguro que nada me genera más pesar que la imposibilidad de volver a verte y
tenerte entre mis brazos. ¿Recuerdas la leyenda del bosque, el duende, la
tumba…? Es todo real. Yo soy, en realidad, el Rey Sin Nombre. Ahora mi deber es
cuidar de todos vosotros. Mi destino está en el cielo y no puedo regresar. Es
por eso que, como prueba de todo mi amor por ti y para que sepas que jamás te
voy a olvidar y que te voy a cuidar por toda la eternidad, te hago entrega de
esta carta, los dos unicornios que la custodiaban y los siete ángeles que les
vienen detrás. Los unicornios se llaman Cris y Miriam. Los nombres de los
ángeles son: Laura, Ana, Yaiza, María, Ainhoa, Natalia y Nerea. Ellas
te cuidarán por mí y me ayudarán a saber cómo estás cada día. Tú, cada vez que
mires al cielo, podrás ver el corazón que ilumina el pueblo. Es mi corazón. Si
te sientes sola, háblame. Te estaré escuchando aunque no puedas oír mi
respuesta.
Te
quiero con locura,
Laymann”.
Dedicado a la persona que hice de amiga invisible en 2015. Es un relato creado a partir de palabras de todos los ángeles y los dos unicornios.
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