martes, 29 de diciembre de 2015

Cicatrices espirituales

Cuán difícil es saber cuándo rendirte. La vida te manda señales, te dice que debes cerrar esa puerta y ocuparte de una ventana que está pendiente de que la abras. Pero no, no la cierras. Te paras frente a ella, mirando fijamente hacia el horizonte con los pensamientos bailando con las dudas, perdiéndose entre la incertidumbre y el desconcierto. Buscas razones que te ayuden a discernir si debes persistir o rendirte, si debes cerrar esa puerta o dejarla abierta. El dilema te corroe las entrañas, se adueña de tu subconsciente y te persigue entre sueños condenándote a la larga y amarga espera de aquellos que, tomada una decisión, se vuelven víctimas de la opinión contraria. Y es que si el corazón y la cabeza se pusieran de acuerdo, qué fácil sería todo. Pero no conformes con esta disputa entre dos, hay una tercera intrusa: el alma. Ahora el combate es entre tres. Cada vez se complica más, cada vez frente a la pared blanca el interrogante se vislumbra más grande y profundo. Así es como se crean las cicatrices espirituales, esas que se alimentan de tu ilusión e inocencia pueril y te acorazan la existencia. Esas contra las que luchas a diario porque te resistes a aceptar la realidad que se te presenta ante tus ojos. Tú sabes que tienes el poder de transformar tu verdad pero, ¿serás capaz de convencer a los demás para que se acerquen a ella y modifiquen la suya propia? Eso es lo difícil. Y es más complejo aún si desconoces hasta qué punto tienes derecho a intentarlo. Qué agrio pesar el que te hace sucumbir a la oscuridad y te transforma la esencia. Qué lástima por esas virtudes adormecidas que se niegan a sacarte a flote porque la imaginación tiene aún mucho más poder cuando no está del lado de la luz. Subyugadas, ceden a su petición de hacer que el corazón hable a través de tus ojos. Qué triste y doloroso es estar en un limbo social. Pero, sobre todo, qué desconcertante que, pese a ese sufrimiento, te guste regocijarte entre la niebla. Parado frente al umbral de la puerta transcurre tu vida, a veces con padecimiento y a veces con una cruel imaginación extrañamente celebrada con júbilo. Es la postura cómoda, el stand by, el dubitativo camino que sentado espera a que llegue un caminante y le coloque un letrero que le indique cuál de sus bifurcaciones es la mejor para él. En este momento, ese camino señala una puerta. ¿La cerrarás o la dejarás abierta?

miércoles, 23 de diciembre de 2015

El corazón de Laymann

Hace algunos milenios atrás, existía un recóndito pueblo sombrío. Sólo conocía la noche, pues la luz del sol nunca llegaba a alcanzarle. Los habitantes de aquel lugar, pese a todo, tenían un carácter alegre, aunque en su interior anhelaban con gran fuerza tener un día de luz que guardar en el recuerdo.

Un día, un muchacho de corazón noble corría por las calles de dicho pueblo. Tenía prisa, pues le esperaba su primer amor a los pies de la ladera que estaba junto al río del pueblo. La encontró sentada en una roca, mirándolo con una sonrisa en la cara. Frente a ella, el chico se vio envuelto por un halo de felicidad. Se sentó a su lado para celebrar el cumpleaños de ambos, pues el destino había querido que se cruzaran dos personas nacidas el mismo día del mismo mes y el mismo año. Con un lápiz y papel de colores, dibujaron unas formas circulares. Apenas se podía deducir de qué se trataba, hasta que cortaron los contornos con unas tijeras y acabaron descubriéndolo: se habían hecho un collar el uno al otro.

Con gran alegría, empezaron a bailar con sus pies descalzos sobre la hierba. Daban vueltas y vueltas, reían sin parar. De repente, algo llamó la atención de aquel imberbe muchacho: una rosa había brotado de las aguas del río que tenían frente a sus ojos. Miró a su amor y, tras besarla con gran pasión, se dirigió hacia el río, decidido a conseguirle esa rosa tan bella y tan diferente a todas las demás rosas. Pero entonces, sucedió algo que cambiaría su destino para siempre: cuando fue a agarrar la rosa, el chico cayó al agua. Al salir del río, la muchacha lo miró con una gran expresión de asombro inamovible y el cuerpo inerte.

- Mi amor, ¿por qué te veo tan grande? – preguntó el zagal.
- Porque… porque… - incapaz de encontrar palabras que pudieran dar respuesta a su amor.
- ¿¡Por qué!? ¡Vamos, dímelo! – ansioso por saber.
- Eres… eres… ¡Eres un niño!

Extrañado, observó su cuerpo tanto como pudo hasta que descubrió que su novia tenía razón: ¡se había convertido en un niño! El pánico se apoderó de él, no sabía qué hacer. Incluso, volvió a tirarse al agua para ver si así su aspecto regresaba a la normalidad. Pero cualquier esfuerzo que pudiera realizar era siempre en vano.

- No queda otra – dijo ella.
- ¿A qué te refieres? – contestó.
- Tienes que salir de viaje.
- ¿¡Qué!? ¿De viaje? ¿Yo? – asombrado.
- Sí. Escúchame bien. Había una leyenda sobre este río, pero jamás pensé que fuera cierta.
- ¿¡De qué leyenda estás hablando!?
- La leyenda dice que el río está encantado y que aquel que cae en él, se transforma. Cada persona de la historia se convierte en algo diferente y todas tienen un motivo aparentemente distinto, aunque están unidas de algún modo por algo que se supone que tienen en común. Pero nadie sabe dónde está la conexión entre una persona y otra.
- ¿Y cómo volvieron a la normalidad?
- ¿Recuerdas el Bosque de las Cien Hadas?
- ¿El que está a las afueras del pueblo?
- Ése. Pues allí vive el Duende Gus. Tienes que ir al bosque, encontrarlo y pedirle que te lleve a una cueva. Se trata de la Tumba del Rey Sin Nombre. La leyenda dice que hay un antídoto capaz de curar este hechizo si deseas de corazón que así sea.
- Un momento, un momento. ¿Me estás diciendo que existen los duendes y las hadas? ¿Y que viven en el bosque de aquí al lado y custodian una cueva donde hay una tumba y esperan que aparezca alguien para darle un antídoto que cura un hechizo?
- Sí.
- No puede ser que me estés hablando en serio.
- ¡No hay tiempo para incredulidades! ¡Aprisa, tienes que irte!

Confundido, el niño corrió unos pasos, pero la duda lo detuvo por unos instantes en los que miró hacia atrás para observar detenidamente a su amor.

- ¡Date prisa y ve! ¡No mires atrás! ¡Te voy a estar esperando!

Y se quedó sentada en una roca, mirándolo con ternura, haciendo su promesa de amor eterno en forma de espera.

El chiquillo corrió desesperadamente, como si estuviera huyendo de algún ente peligroso que lo estuviera persiguiendo. Cuando quiso darse cuenta, ya estaba justo a la entrada del bosque. Estaba a punto de dar el paso que le permitiría estar en el interior de aquel entramado de árboles y arbustos, pero algo lo frenó. Unas risas se empezaron a escuchar por todas partes. El niño miraba a un lado y a otro tratando de encontrar la fuente de tanto júbilo. Ligeramente acongojado, decidió preguntar:

- ¿¡Quién anda ahí!?

Pero las risas no hacían más que crecer y crecer, hasta que, por fin, el pequeño pudo descubrir de dónde venían:

- ¡Sois las Cien Hadas! – exclamó anonadado.
- ¡Sí, somos nosotras! – Dijeron todas a la vez - ¿Has venido a jugar? Nos estábamos aburriendo, hace demasiado tiempo que no viene a vernos nadie.
- ¡Au! – se aquejó mientras se tapaba los oídos, después de tan estruendosas palabras. - ¿Podéis hacerme el favor de no hablar todas a la vez? Mis oídos os lo agradecerán. Total, para decir lo mismo… con una ya tengo bastante.
- ¡Uh, uh! ¡Qué oído más fino tienes! – se burló una de ellas.
- Apuesto a que no puedes aguantar ni un susurro. – le provocó otra.
- Contigo no se podrá jugar a casi nada… si lo escuchas todo no tiene gracia. – se lamentó una tercera.
- Oh, dejadlo ya. Tampoco es para tanto. Es sólo que cien hadas con voz de pito diciendo la misma frase al unísono es una situación un poco… irritante.
- ¡Ah, bueno! – Dijo la primera – Si se trataba de eso, podrías haberlo dicho antes. Nunca te pediré que nos cuentes una historia: te explicas fatal.
- En realidad, yo no he venido aquí a jugar, ni a explicar ningún cuento.
- ¿Ah, no? – Dijo la segunda - ¿Entonces para qué? Vaya pérdida de tiempo no venir para complacernos a nosotras. ¿De verdad que no sientes un vacío en tu vida? Para eso no vengas al bosque. No tiene sentido si no es para agasajarnos y usar tus habilidades en favor de nuestro divertimento. – el niño la miró como si con la mirada le estuviera diciendo que estaba medio loca. - ¿¡Qué!? ¿Qué pasa? ¡No me mires así, ¿vale?!
- Pero es que yo no he venido para nada de eso…
- A ver, niño aburrido… ¿y para qué has venido? – preguntó la tercera.
- En realidad no soy un niño, soy un adolescente. He caído dentro del río del pueblo y me he convertido en lo que veis. Por eso estoy buscando al Duende Gus. Me han dicho que él puede ayudarme. ¿Sabéis dónde puedo encontrarlo?

Todas las hadas se miraron al mismo tiempo las unas a las otras.

- ¿Lo sabemos? – preguntaron todas a la vez. - ¡Lo sabemos! – contestaron del mismo modo, provocando que el chiquillo se tapara de nuevo los oídos.

Se ofrecieron a ayudarle las tres que se habían dirigido a él una a una. Las otras volaron por todo el bosque, avisando al Duende Gus que las tres hadas y el niño iban de camino mediante un sonido mental, para que los oídos del pequeño no se vieran afectados.

Continuaron caminando por un rato más. De repente, se encontraron frente a un sendero estrecho, lleno de árboles rectilíneos a ambos lados. Las hadas frenaron mientras señalaban hacia el horizonte. Un ser de ridícula estatura, orejas puntiagudas y piel verdecida se presentó ante ellos.

- ¿Eres tú el humano que me buscaba? – preguntó con una voz muy fina y envejecida.
- Sí. ¿Es usted el Duende Gus?
- El mismo. ¿Qué se te ofrece?
- Verá, necesitaría que me llevara a la Tumba del Rey Sin Nombre.
- ¿Y para qué quieres ir allí?
- He sido hechizado por las aguas del río y me he convertido en niño. Quisiera recuperar mi forma habitual.
- Ah, entiendo…
- ¿Me va a ayudar?
- ¡Por supuesto! El Duende Gus ayuda a todo el mundo que lo necesite.
- ¿¡En serio!? ¡Muchísimas gracias! – exclamó con harta alegría.
- Sígueme.

El recorrido que tuvieron que andar fue largo, exhaustivo y, sobre todo, paisajísticamente monótono. El niño empezaba a creer que esa cueva no existía y que jamás podría regresar a ninguna parte. Pero se equivocaba. El Duende Gus paró en seco, haciendo chocar al chiquillo contra su espalda por quedarse quieto contemplando la entrada a la cueva.

- La tumba está ahí dentro. – Señalándola – Vamos. – mimetizándolo con un gesto.

Se adentraron en la cueva. Se trataba de un espacio pequeño y cerrado, sin pasadizo de continuación que llevara hacia otros lugares. En el medio se alzaba un altar de piedra y, justo encima, también de piedra, se hallaba la Tumba del Rey Sin Nombre. El chiquilín no daba crédito a lo que estaba viendo: se había imaginado un lugar inmenso, pero aun así, estaba tan asombrado que hacía rato que había enmudecido. Las palabras del Duende Gus lo hicieron reaccionar.

- El destino de todas las personas hechizadas es diferente, así como también lo es su transformación. Por eso, debes dejar que la tumba ahonde en tu corazón. Es la única manera de saber tu destino.
- ¿Y qué tengo que hacer?
- Tienes que poner tu mano sobre la tumba y ella hablará por tu corazón.

El joven que se había convertido en niño, obedeció. Una fuerte luz que provenía de la tumba, lo cegó por unos segundos y después desapareció.

- Ah, entiendo... – dijo el Duende Gus.
- ¿Qué es lo que entiendes?
- Tu deseo es muy fuerte y ambicioso, muchacho.
- ¿Qué? Pero yo sólo deseo volver a ser el que era antes para poder volver con mi amada.
- No hablo de ese deseo. Hablo del anhelo que guardas en lo más profundo de tu corazón.
- ¿Cómo dices?
- Tienes un corazón muy noble, muchacho. Eres tú a quien este bosque lleva toda la vida esperando.
- Para, para. No te entiendo.
- Deja que te ponga la mano en el corazón.

El chico, aunque muy confundido, hizo caso del duende y éste colocó la mano en su pecho. De repente, una luz azul salió del pecho de aquel niño. Su cuerpo cayó al suelo, pero él todavía se sentía en pie: su espíritu se había separado de él. Cuando miró al Duende Gus, lo vio con un corazón de grandes dimensiones y una luz muy potente que parecía muy liviano.

- ¿Lo entiendes ahora? Tu deseo más profundo es que todo tu pueblo sea feliz. Tu pueblo quiere días con luz.
- ¿El pueblo podrá tener luz?
- ¡Tu corazón los iluminará por toda la eternidad!
- Espera. ¿Y qué pasa conmigo?
- ¿No lo comprendes? ¡Ése es el antídoto que estabas buscando!
- No, pero yo…
- ¡Tú eres el Rey Sin Nombre!
- ¿Cómo dices?
- ¡Claro! Todos en el bosque te hemos estado esperando. Tu destino es cuidar el bosque y el pueblo desde el cielo.
- ¿Y mi amada?
- No puedes regresar. Tienes que hacerle frente a tu destino, muchacho.
- ¡Pero yo sólo quiero estar con mi amor!
- El primer amor nunca se olvida, pero siempre podrás cuidarla desde el cielo.
- Pero… - comenzó a elevarse.
- ¡No hay tiempo! Tienes que darte prisa y escribir tu nombre en el corazón.
- ¿Escribir mi nombre? ¿Para qué?
- Si no lo haces, te irás al cielo de todos modos, pero no podrás ser el Rey Sin Nombre: te quedarás atrapado para siempre en una burbuja de oscuridad.

Asustado, el chico escribió su nombre en un costado del corazón. Así, su alma se fue al cielo. Apesadumbrado por todo lo sucedido, tal vez arrepentido por haber ido a ese bosque, decidió escribirle a su amada. No se encontraba anímicamente bien, pero en el fondo sabía que con el tiempo lo superaría, por lo que no quiso demorar más ese momento, pues en su pueblo había una persona sentada en una roca esperando su regreso, sufriendo con el pasar de las horas. Le escribió una carta y la metió dentro de un biberón: sabía que lo entendería perfectamente. El biberón lo portaron por el cielo dos unicornios: Cris y Miriam. La sorpresa para la amada del Rey Sin Nombre no era sólo la carta y esos dos unicornios mágicos que la cuidarían y le darían el amor que le faltase, sino que traía siete regalos más. Una vez pusieron los pies sobre la tierra, la muchacha abrió el biberón, sacó la carta y leyó:

“Mi amada, querida.

Te aseguro que nada me genera más pesar que la imposibilidad de volver a verte y tenerte entre mis brazos. ¿Recuerdas la leyenda del bosque, el duende, la tumba…? Es todo real. Yo soy, en realidad, el Rey Sin Nombre. Ahora mi deber es cuidar de todos vosotros. Mi destino está en el cielo y no puedo regresar. Es por eso que, como prueba de todo mi amor por ti y para que sepas que jamás te voy a olvidar y que te voy a cuidar por toda la eternidad, te hago entrega de esta carta, los dos unicornios que la custodiaban y los siete ángeles que les vienen detrás. Los unicornios se llaman Cris y Miriam. Los nombres de los ángeles son: Laura, Ana, Yaiza, María, Ainhoa, Natalia y Nerea. Ellas te cuidarán por mí y me ayudarán a saber cómo estás cada día. Tú, cada vez que mires al cielo, podrás ver el corazón que ilumina el pueblo. Es mi corazón. Si te sientes sola, háblame. Te estaré escuchando aunque no puedas oír mi respuesta.

Te quiero con locura,


Laymann”.




Dedicado a la persona que hice de amiga invisible en 2015. Es un relato creado a partir de palabras de todos los ángeles y los dos unicornios.

viernes, 9 de octubre de 2015

Flavo y glauco

Muchas son las veces que me he querido salir de este mundo tan confuso. Miro a mi alrededor y no puedo soportar la idea de ser la pieza perdida o rota del rompecabezas de la vida. No me entienden, ni yo les entiendo a ellos. Vivimos en dimensiones diferentes. A menudo me dicen que yo tengo mi propio mundo. Lo que tengo es una imagen utópica de un vago recuerdo imaginario que perdura en mi mente con el pasar de los años, pero que ni siquiera tengo la certeza de que exista. No tengo constancia de que sea dueña de mi propio planeta. Tal vez me volví amnésica cuando pisé por primera vez este lugar.
Si pudiera elegir, mi esfera particular se asemejaría a una especie de luna con luces tenues y suaves sonidos. Despertar allí todas las mañanas sería placentero.
No, no tengo mi mundo. Sueño despierta. Sueño con aquello que me gustaría hacer o decir, con aquello que me encantaría que sucediera o que hicieran por mí. Me alimento a base de imaginación porque la realidad no es más que un bloqueo para las personas como yo. Es como pararse frente a un muro y pretender seguir caminando: si te empeñas, chocas y te hieres. Soy una daltónica de mi propio muro: a veces pienso que es de color azul; otras veces pienso que es blanco, tal vez verde si se pintó en su día con mi color favorito. Pero es de un material muy resistente. Si tratas de quebrarlo, muchas brechas habrás de abrir primero. Y, frente a ese muro que torna mi mundo flavo, cierro los ojos y respiro hondo. Al otro lado hay una vida espectacular, la de todos los perfectamente adaptados. Oigo mi corazón palpitar aceleradamente, siento el punzón de la congoja mermando mi garganta. Los gritos y risas detrás del muro se acentúan cada vez más. El agua de mi cuerpo se me escapa por mis ojos. Sopla un viento fuerte que me hace perder el equilibrio y me tumba. Me protejo de él escondiendo la cabeza entre mis brazos y mis piernas. Me muevo hacia adelante y hacia atrás para redirigir el viento, que no me afecte y que se marche cuanto antes. El susto es tan grande, que cuando el aire cesa, me queda una sensación de vacío en mi interior, como si en un segundo hubiera muerto y resucitado a la vez, como si el viento hubiera entrado en mí y sólo habitara él en mi interior. Entonces mi cabeza se abruma y mi incapacidad para abrir completamente los ojos se hace patente. Pierdo de vista el horizonte, olvido el rumbo marcado. Mi incoloro mundo que por un momento se tornó flavo, se transforma en glauco y me absorbe. Dentro del glauco es como vivir en una caja de madera: debes hacer un esfuerzo por salir, aunque no es tan difícil como a priori parece. Mi yo debilitado es incapaz de hacerlo, pero a veces la suerte me sonríe y una mano la destapa o rompe una tabla para que mis puños hagan el resto. Es entonces cuando los rayos de luz emanan y, ante su presencia, mi glauco corazón se fusiona con el flavo del entorno y juntos forman una tonalidad verde, la tonalidad de la esperanza.

viernes, 28 de agosto de 2015

El reflejo del sol en tu cara

El reflejo del sol en tu cara disimula la sombra que se esconde en tu interior, pero tú aquí sigues, sonriendo como si nada. Es por eso que me pregunto si tanto merece la pena estar en el mundo con una máscara puesta. Las máscaras pesan y te obligan a dejar de ser tú mismo. ¿Tanto valor tienen unos pocos rayos de sol? Quizás tú le encuentres un sentido. Quizá no quieras descubrir la oscuridad que guardas dentro. Puede que sólo estés asustado y, sin embargo, tu deseo de seguir viviendo sigue siendo igual de inmenso que cuando eras un ser lleno de luz. La gente dice que eres todo un misterio y que en ese mundo de fantasía corres el riesgo de olvidar quién eres y borrar todos tus sueños sin querer, como las olas cuando arrastran la arena mar adentro. Pero a ti parece no preocuparte. Caminas hacia delante sin volver la vista atrás, con paso firme, tan firme, que hasta te haces daño en los pies cuando tocas con ellos el suelo. A veces me pregunto si no será que te has acostumbrado tanto al dolor que ya casi todo te da igual. Y aun así, sigues sonriendo y tu mirada emana una luz especial. Confieso que a veces te miro y pienso que tengo un ángel frente a mis ojos, que en cualquier momento vas a desplegar unas alas de luz y vas a echar a volar. Pero entonces despierto de mi ensimismamiento y río a carcajadas mientras observo tu espalda erguirse y continuar para no equivocarse de senda. Dejas tus huellas por donde pisas y la gente se para frente a ellas para llorar tu añoranza. Pese a todo, tú, como siempre, no miras atrás y mantienes tu paso firme con templanza. Pero yo sé que tu corazón grita de agonía; sé que, cuando te alejas, agachas la cabeza y dejas que tus ojos hablen por ti; sé que tu alma se quiebra en mil pedazos y que te quedas vacío por dentro. Pero eso lo sé yo, que vivo en ti y veo desde dentro esa máscara que tienes puesta por fuera. Y observo con detenimiento esa inquietante sonrisa que se refleja en ella y a veces la confundo con el mismo reflejo del sol en tu cara. 

Cordero con piel de lobo

Si el cinismo tuviese nombre propio, se llamaría como tú. Atraviesas esa puerta y crees ser el ente más poderoso al que mi vida sucumbe sin entender que tu necia mentalidad, más cerca está del error que tú de conseguir mi amor. Callo al oírte gritar, no por darte la razón, sino porque no merece la pena. ¿Para qué? Nada va a cambiar si no es para peor. Finges ser una bestia voraz y no eres más que un gatito asustadizo. Lloriqueas sin soltar ni una sola lágrima, esperando que vayan tras de ti a ofrecerte un consuelo que precisas sólo porque necesitas creer por un instante que hay alguien que puede y quiere tocar tu mundo con la yema de sus dedos. Te engañas con una absurda falacia en la que vives feliz y que, al mismo tiempo, te encantaría destruir. Piensas que agrediendo a los demás sanas tus heridas, pero en verdad abres más la brecha que ya se halla en tu corazón. ¿Y entonces? Entonces sólo te estás persiguiendo la cola como un perro juguetón, sólo que tu juego se llama vida y es más amarga que el chocolate sin edulcorar. Retienes tu angustia dentro de tu cuerpo como un preciado tesoro que temes perder, pese a que te lastime profundamente. Sientes que es lo único que queda de tu triste figura y asumes la responsabilidad de mantenerla viva aunque provoque una vorágine desoladora a tu alrededor. ¿Y qué más da? Nadie merece ser feliz si tú no lo eres. Preparas puñales ficticios por la noche; a plena luz del día, tu sonrisa irradia más luz que el propio sol. Y, cuando bajan la guardia y más tranquilos parecen estar, apareces tú y les recuerdas lo miserable que es tu existencia y lo mucho que envidias la de ellos. Y así, el calendario va pasando sus páginas y te vas convirtiendo con el paso de los días en un rostro arrugado, cansado de sufrir pero cómodo dentro de su martirio. Tus entrañas se transforman en las de un lobo solitario que hace décadas perdió a su manada y no es capaz de recuperarla. Y así, triste y solo, te vas apagando hasta desaparecer de este alegre mundo que no extrañará tu ausencia.

Ganas de estar contigo

Ganas de verte, ganas de sentir tu sonrisa provocar la mía, ganas de que tu ánimo motive una vorágine de sentimientos dentro de mí. Eso es lo que tengo. Te extraño y quiero compartir contigo todo lo que nos ha impedido ese fantasma que traigo conmigo y que ya conoces. Quiero abrazarte, sentirte conmigo, sentir que no soy diferente cuando estoy junto a ti. Quiero notar tus manos frotándome la espalda y tu barbilla apoyándose en mi hombro. Busco volver a vivir esa complicidad que compartimos día a día, curiosamente sin miradas. Necesito disfrutar de ti lo poco que me queda por estar a tu lado. Lo que surja después, dependerá de tus decisiones, que yo respeto y defiendo férreamente. Me encantaría bromear y prometo intentarlo, pero contigo me cuesta si no es por escrito. Ganas, muchas ganas de verte y de reír contigo, de desahogarme si lo necesito y de escucharte si lo precisas, de agarrarte de la mano y ponerte la otra en un hombro, de mirarte a los ojos por primera vez y demostrarte a través de ellos lo mucho que me importas, de seguir ayudándote como hasta ahora en los pequeños detalles, pero también si te surge algo complicado. Hoy más que nunca, tengo ganas de entenderte, de comprender tus gestos, tus palabras y celebrar con gran júbilo tus alegrías. Quiero escuchar tus diferentes risas y carcajearme con ellas, compartir mi mundo y dejarte entrar en él si lo deseas, sentir la calidez que me transmiten esas miradas que nunca observo pero que presiento. Me gustaría despejarte la mente, desligarte de esas obligaciones que te cargas a tus espaldas innecesariamente. Quisiera ponerte contenta y contribuir a tu felicidad, descubrir un mundo entero a tu lado y darte las gracias por enésima vez. No quiero dejar de agradecerte, no quiero dejar de decir palabras solemnes, no quiero alejarte de mí pese a que la despedida duela. Prometo portarme bien, no darte ningún problema. Hoy, más que nunca, tengo ganas de estar contigo.

Torre de Babel

Tanto que luché por conseguir algo contigo y, aún ahora, tras lograrlo, como entonces, sigo dudando. Las preguntas aparecen una y otra vez cuando se trata de ti, pase lo que pase. Mis interrogantes llevan tu nombre. Es en esos momentos cuando cuestiono tus sentimientos hacia mí. Los sucesos me demuestran reiterada e incansablemente que no hay lugar para pensamientos dubitativos, pero en ocasiones, tus acciones me devuelven a la inseguridad de nuestra relación.
Me importas mucho y sé que debo importarte algo. Son muchas anécdotas vividas, de todos los colores además. Sin embargo, nunca sé si tu querer va más allá de lo puramente cordial o si buscas lo mismo que yo. Siempre tengo ese dilema que me impide seguir adelante con total confianza en lo que nos une. Con mis comportamientos tan impulsivamente erróneos podría haber conseguido que te alejaras de mí. De hecho, tuve miedo por ello. Pero no lo hiciste, nunca te fuiste de mi lado. A veces pienso que si esto es así, es porque algo sientes. Pero la duda siempre asoma y acaba tambaleando la torre que yo construyo una y mil veces para forjar férreamente nuestra amistad. Y todo esto sucede cuando te veo. Me parece increíble que sienta tan fuerte nuestro vínculo cuando intercambiamos palabras por escrito y, pese a todo, me cueste tanto articular palabra frente a frente mientras por mi mente van surgiendo miedos a la par que conversamos. Es entonces cuando me fustigo pensando que no tengo remedio, que no sé hasta cuándo va a durar este martirio. Bendigo siempre los días de alegrías y complicidad mutua y aquellos en los que toda ayuda era poca. Un pequeño gesto, por nimio que fuera, daba forma a los ladrillos de nuestra torre durante esas jornadas. Pero maldigo aquellos de desasosiego personal al notar una apatía falaz en ti, que me plantaba cara y derribaba todo mi ánimo, cuya presencia fue bautizada como Babel. Hablamos idiomas distintos, venimos de épocas dispares. Pero, a menudo, hay un punto de conexión que nos enlaza y es lo que nos hace mantener todavía firme lo que tenemos. Sigo instalada en el miedo que me produce que desaparezcas y mi propio pavor me dice que algún día lo harás porque nada es para siempre. Pero tengo una voz interior, una llama encendida que me impide rendirme. Quiero luchar por ti y que, si tenemos que abandonarnos, sea porque nuestra existencia pasa a pertenecer a mundos distintos.
Sé que unas bonitas palabras no solucionarán la necedad de mi psique. Pero no importa. Aguantaría las veces que fuera menester todos los llantos y tristezas acaecidos en vano. Soportaría el insomnio de hartas noches dando vueltas en la cama, sintiendo el cosquilleo en mi cerebro, casi humeante de tanto pensar, mientras emana negatividad desde mis entrañas y hace aflorar mis propias carencias de alma incompleta. Hazte a la idea: sería capaz de cualquier cosa por ti. No quiero tus consejos, no quiero tu ayuda. Te quiero a ti. Te quiero por ser quien eres, te quiero por lo que representas, te quiero porque tus acciones en esta tierra hacen del mundo un lugar mucho mejor. Te respeto por enfrentarte a las alimañas que trepan sobre ti, sin quejarte en exceso ni darles la mayor importancia, mientras yo me desgarro por dentro con el estómago en riesgo de padecer una úlcera por culpa de la rabia que brota en mis adentros al contemplar tamaña escena repugnante. Lo siento, yo no soy tan pura como tú. La oscuridad de mi corazón me exime de ciertos privilegios que tenéis los que deslumbráis con luz propia y nos animáis a desarrollar nuestra luz interior.
Sé que se pueden contar con los dedos de una mano los aciertos que he tenido contigo descifrando tu alma. Sé que soy una experta en meter la pata cuando se trata de ti. Nunca doy con lo que debo hacer o decir. Perdóname por ello. Soy todavía una ignorante de tu ser, aunque espero remediar eso algún día, si tú me dejas. Créeme que nada me gustaría más. Quiero poder alcanzar con la yema de mis dedos toda tu esencia, entrar en tu mundo para no salir nunca de él, que me des una copia de la llave bajo la que guardas tu corazón y que a muy pocos muestras. No quiero que te escondas de mí, pues suficiente tuve ya con esconderme yo de ti por el estúpido miedo a una relación afectiva de tamaña envergadura. Eres esa persona que siempre anhelé encontrar y no quiero perderte. Es por eso que a veces me vuelvo irracional y la pifio. Me disculpo por ello. No debe ser fácil tratar con alguien como yo. Pero seré paciente y aguardaré por ti, tratando de ser lo más asertiva posible contigo para no provocar ningún efecto contrario al deseado. Seguiré firme, plantando cara a mi propia oscuridad. Encararé cualquier ente dañino que salga de mi propio ser. Seré mi escudo y a la vez mi espada. Tú sigue escribiéndome, respondiendo a mis llamados. Yo, mientras tanto, seguiré construyendo una y otra vez, ladrillo a ladrillo, esta torre de Babel que nos pertenece, que tan rápido crece como perece. Lo haré las veces que sea necesario hasta que consiga todos mis propósitos para contigo. Espérame, prometo que merecerá la pena.

A una persona especial para mí

La luz de su mirada, se encendía y se apagaba en función de sus emociones. Su apariencia quería representar una especie de personaje, pero sus ojos eran delatores de la que podría ser su verdad. Cuando el iris era claro, el cariño y la ternura envolvían a cualquiera que se percatara; pero si estaba oscuro, la frialdad y la distancia brotaban. Su presencia era firme como sus pasos. La mujer fuerte, valiente, luchadora, salía a escena cada vez que alguien la veía. La sapiencia y la inteligencia estaban acomodadas en su cerebro. Su rostro era feliz y a la vez triste. Las pequeñas cosas con las que, de vez en cuando, obsequiaba al mundo (Una sonrisa, un comentario gracioso…) hacían de ella un ser entrañable. Y a pesar de llevar la pesada carga de una coraza invisible, siempre se mostraba sincera, sin avergonzarse nunca por decir lo que sentía. Hablaba las palabras justas, se preocupaba por los demás. Era precavida, pero a la vez, muy franca. Y aunque tenía fama de ser muy áspera con las personas de su alrededor, en realidad era un ser sensible lleno de bondad.

Las primeras semanas, en el proceso de conocerla, sentía que tenía algo especial. Sólo era una sensación, así que cometí el error de ignorar la señal. Hasta que ella misma la dejó caer a modo de reprimenda, quizás por no haberme dado cuenta antes o no haber querido hacerlo. Mientras de su boca salían enseñanzas que debería aprender a aplicar en un futuro, su mirada emanaba un chispazo que despertó en mí una llama que aún arde en mi corazón. Sus sentimientos nobles, su personalidad auténtica y su capacidad para llegar al alma de la gente, me cautivaron. Tanto, que aprendí de ella todo lo que pude y disfruté de su compañía siempre que me lo permitían. Era tan agradable compartir miradas y sonrisas con ella, que no nos eran necesarias las palabras. Ante las dificultades, la apoyé y ayudé en todo lo que buenamente pude. Pasaba noches en vela pensando en cómo podría hacer que dejara de tambalearse su ánimo. Gracias a ella, supe por fin lo que era la empatía que no se guiaba por la lógica. Me devolvió el espíritu de lucha y la voluntad, ambas cosas perdidas por problemas personales ya pasados. Me enseñó que aquello que amas, es aquello en lo que más te tienes que enfocar. Me regaló una ilusión que estaba en mi interior pero que aún no había conseguido sacar. Me educó en conceptos y técnicas que me servirían también para mi vida diaria. Me demostró que todo lo que ella hacía y decía era con un objetivo. Me recordó que se puede ser uno mismo sin ningún dolor si se aprende a cambiar nuestros límites o todo aquello que, aunque no nos percatemos, nos afecta negativamente. En definitiva, me consiguió motivos más que suficientes y razonables para vivir.

Por todo ello, mi sentimiento de aprecio se convirtió en un instinto de protección. Absurdamente, yo que apenas podía hacer nada por ella, sentía la necesidad de verla bien y de hacer todo lo posible para que no se hundiera. Yo no sé si ella es tal y como la describo en mi relato; pero es así como yo la veo. Esperando que la despedida no sea demasiado dolorosa.